Chile y el mundo

El Salto de un Hombre Justo

Por Antonio Alfaro Rivera

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Hay momentos en la historia que nos recuerdan, con una mezcla de asombro y ternura, que detrás de los grandes actos hay personas de carne y hueso. Hombres y mujeres con miedos, con sueños, con pasados marcados por dolores y esperanzas. Uno de esos momentos tiene como protagonista a Arturo Prat Chacón, un joven marino de carácter reservado, de salud frágil y alma inquieta. Pero también a un expresidente, Manuel Montt, quien desde su lugar en la Corte Suprema fue capaz de ver más allá del uniforme. Esta es la historia de un encuentro que no solo marcó el destino de un hombre, sino que también reflejó los valores que pueden unir a una nación.

Todo comenzó un 3 de abril de 1848, cuando Arturo Prat vino al mundo en Ninhue. A diferencia de otros nacimientos, no hubo llanto, no hubo gritos. Solo un silencio que heló el corazón de su madre, Rosario Chacón. Ya había perdido a tres hijos antes que Arturo, y por un momento creyó que este también se le iría. Pero un tratamiento experimental con baños de mar frío le devolvió la esperanza. Contra todo pronóstico, Arturo sobrevivió. Ese fue su primer encuentro con el mar, ese que lo acompañaría hasta el final.

De niño fue tímido, enfermizo, pero también brillante. Su pasión por los libros y la disciplina marcaron cada etapa de su crecimiento. A los 10 años, su tío Jacinto Chacón decidió inscribirlo en la Escuela Naval junto a su primo Luis Uribe Orrego. Arturo no protestó. Obedeció. Así conoció el mar desde una nueva perspectiva, no ya como terapia, sino como vocación.

En la Armada destacó por su rendimiento académico, pero no por su carisma social. Era sobrio, austero, ajeno a las parrandas y diversiones típicas de sus compañeros. «Fome», decían algunos. Sin embargo, lo que no expresaba con palabras lo plasmaba en cartas y poesías. Tenía una vida interior rica, silenciosa y profunda.

A pesar de amar su profesión, algo lo inquietaba. El sueldo no alcanzaba para sustentar a su madre, su tía y su joven esposa, Carmela Carvajal, y al hijo que venía en camino. Por eso decidió estudiar Derecho. Una decisión extraña para un oficial naval, que muchos vieron como un capricho o incluso una traición. Los altos mandos y sus compañeros no se lo hicieron fácil. Pero Arturo sabía lo que hacía. Robó horas al sueño, aprovechó cada viaje en mar y en tierra para estudiar y perseveró. Finalmente, logró terminar la carrera y solicitó fecha para rendir su examen final ante la Corte Suprema.

Aquí aparece la otra figura de esta historia: Manuel Montt Torres, expresidente de la República y por entonces presidente de la Corte Suprema. Un hombre serio, de ideas firmes, que había liderado el país durante tiempos turbulentos, siendo clave en la consolidación del Estado chileno. Su gobierno fue resistido por los liberales y recordado por su firmeza. Pero también fue el impulsor de reformas educativas e infraestructura que modernizaron a Chile. Montt, aunque identificado con los valores conservadores, era un hombre de ley, y eso lo uniría a Prat.

El 31 de julio de 1876, Prat viaja desde Valparaíso a Santiago para rendir su examen. Viste su uniforme de gala. Llega al antiguo edificio de la Corte, donde hoy está el Museo Precolombino. Aún no existe El Palacio de los Tribunales, Pero encuentra la puerta cerrada. Los ministros de la Corte habían decretado feriado. Nadie le avisó. Debía embarcarse nuevamente en dos días. Angustiado, toca la puerta. El portero, lo escucha, movido por la compostura del joven marino, promete ayudarle. Y cumple.

La puerta se abre nuevamente y quien lo recibe es nada menos que Manuel Montt. Reconoce a Prat de una misión oficial previa, cuando aquel era solo un niño. Se conmueve. Decide reunir una comisión para que rinda su examen, a pesar del feriado. Va oficina por oficina, convenciendo a sus colegas. Lo logra. El examen se realizará en 15 minutos.

Prat se dirige al salón indicado, pero un secretario lo detiene. «¡Su espada!», le dice. Arturo se sorprende. Para un marino, entregar la espada es un acto de rendición, de deshonra, de claudicación. Se niega. Da un paso atrás. Pero luego observa el lugar. Es un templo de justicia. Reflexiona. Y comprende que allí no es un hombre de armas, sino uno que busca ser hombre de Derecho. Suspira y entrega su espada.

Ese gesto simboliza mucho más que un simple protocolo. Es el puente entre dos mundos: el de las armas y el del Derecho; el del honor marcial y el de la justicia civil. Montt, el hombre que supo imponer orden con mano firme, ahora abría las puertas de la ley a un joven marino que quería servir a su país desde otro frente.

Esa escena, silenciosa y breve, resume valores que hoy parecen olvidados: respeto, responsabilidad, sacrificio y humildad. Dos figuras opuestas en origen y trayectoria, pero unidas por un mismo principio: el deber.

Tres años después, ese mismo Arturo Prat enfrentaría su destino en la rada de Iquique. La noche del 20 de mayo de 1879, la oficialidad de la Esmeralda cenó junta. Compartieron recuerdos, brindaron, escucharon música. El guardiamarina Riquelme tocó su violín. Era- sin saberlo ellos – la vigilia antes del combate. Más tarde Prat se retiró a su camarote, pensativo. Tal vez sabía. Tal vez presentía. Al amanecer, ya estaba de pie. Capa, gorra, espada, revólver. Salió a cubierta y respiró el aire salado. Poco más tarde el combate comenzó. Y cuando el Huáscar embistió a la Esmeralda, Arturo no dudó. Saltó al buque enemigo con toda su historia: con su Carmela, sus hijos, su pasión por la justicia y su amor por Chile.

Saltó a la inmortalidad.

El gesto de Arturo Prat en Iquique es conocido por todos. Está en los libros, en las escuelas, en las estatuas. Pero su gesto en la Corte Suprema es menos recordado. Y, sin embargo, es igual de poderoso. Porque muestra al hombre antes del héroe. Al joven que luchó por estudiar, que conciliaba profesiones y deberes, que fue capaz de entregar su espada no por derrota, sino por convicción.

Y Montt, el presidente de mano dura, aparece también en una luz distinta. Como alguien capaz de hacer una excepción justa. De ver a través del protocolo y de la historia para apoyar a quien lo merecía.

Esa convergencia de visiones, la del militar disciplinado y el civil comprometido, nos deja una lección que sigue vigente. Chile no se construye solo desde las trincheras ni solo desde los tribunales. Se construye con gestos concretos, con respeto entre pares, con humanidad y justicia.

Hoy, en tiempos de polarización, esta historia puede servir como faro. Porque nos recuerda que no somos enemigos, sino compatriotas. Que el sacrificio, el estudio, el amor por el otro y el cumplimiento del deber siguen siendo valores fundamentales.

Y que, a veces, el acto más revolucionario es simplemente ser justo.

Arturo Prat lo fue. Manuel Montt también. Uno saltó al buque enemigo. El otro abrió una puerta en día feriado. Ambos cambiaron la historia.